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jueves, 23 de marzo de 2023

Los jinetes de la estepa - Los Escitas

 

 

Escitas, el pueblo nómada del mundo antiguo

 

Ágiles jinetes y diestros arqueros, tan feroces como valientes, los escitas bebían en los cráneos de sus enemigos y daban muerte a los servidores de sus caudillos para que los acompañaran en el Más Allá. Victoriosos sobre el Imperio persa, en las tumbas de sus reyes el brillo del oro atestigua su pasión por la belleza y el lujo.

El historiador griego Heródoto los kurganes, que demostraron ser las de los relató el vano empeño del rey persa Darío el Grande en someter a su yugo a un misterioso pueblo «de ojos muy azules y cabellos color de fuego», temibles nómadas esteparios que habitaron entre Asia y Europa a partir del siglo VIII a.C. hasta su enigmática desaparición durante el siglo IV a.C. El legendario país de estas gentes, Escitia, era ya citado por Homero como un recóndito lugar, brumoso y de lluvias eternas, en los confines del mundo conocido. Y, en efecto, hasta hace relativamente poco tiempo lo único que sabíamos de los escitas eran las fantásticas noticias de la antigua literatura griega acerca de sus extrañas y sanguinarias costumbres, su lealtad extraordinaria, sus creencias en el más allá y sus opulentos enterramientos


 

Tales historias eran consideradas leyendas de dudosa credibilidad hasta que, a comienzos del siglo XX, los arqueólogos rusos comenzaron a sacar a la luz algunas formidables tumbas, ocultas en túmulos funerarios, los kurganes, que demostraron ser las sepulturas de los reyes escitas. La riqueza de las delicadas joyas que encontraron causó tanta impresión como los cadáveres tatuados de sus reyes, conservados en los hielos perpetuos de las estepas. La leyenda tomaba cuerpo al fin gracias a los hallazgos arqueológicos, que fueron confirmando algunas de las noticias referidas por Heródoto de Halicarnaso en el libro IV de sus memorables Historias.

 

 Los escitas fueron un pueblo nómada de lengua irania y probable origen en las estepas de Asia –entre el mar de Aral y el lago Baikal–, que se asentó en lo que hoy es el sur de la Federación Rusa y Ucrania. Durante aproximadamente un milenio fueron protagonistas de la historia antigua de Oriente Próximo, llegando a invadir Egipto a finales del siglo VII a.C. –tal vez su momento de máximo poder– y siendo mencionados en el recuento de pueblos del Génesis. Sobre su origen expone Heródoto tres teorías. Las dos primeras son historias míticas: en una de ellas se refiere que los escitas provienen de la unión de un tal Targitao, hijo de Zeus, y de la ninfa hija del río Borístenes (el actual Dniéper). Ésta dio a luz tres hijos –Lipoxais, Arpoxais y Colaxais–, de los que procederían las tres razas de los escitas. Según un segundo mito, son del linaje de Heracles. Un monstruo que habitaba cerca del mar Negro, mitad mujer mitad serpiente, chantajeó al héroe para unirse con él con la promesa de restituirle unos rebaños. La mujer serpiente engendró tres hijos de Heracles: Agatirso, Gelono y Escita, y le preguntó al héroe qué debía hacer cuando se hiciesen hombres. Heracles le dio un arco y respondió: «A quien pueda tensarlo, hazlo rey de estas tierras». Fue Escita el que pudo, y él heredó el reino y fundó un pueblo de arqueros famosos.

 La tercera versión que cuenta Heródoto acerca de sus orígenes es algo más verosímil: «Los escitas, dice, eran nómadas que habitaban antaño en Asia. Bajo la presión de los masagetas [otro pueblo asiático de disputada identificación] cruzaron el río Araxes y llegaron a Cimeria». Parece, pues, que su llegada a Europa a través del Cáucaso se debe al empuje de otras tribus nómadas en algún momento de los siglosVIII-VII a.C. Esto concuerda, a grandes rasgos, con las teorías migratorias de los modernos escitólogos, que localizan una oleada de pueblos de las estepas que invadió durante esta época la zona donde la literatura clásica sitúa a los escitas. 

Más allá de estos orígenes míticos, los primeros testimonios históricos de este pueblo se encuentran en un tratado que suscribieron con el reino asirio. Los asirios trabaron relaciones con los escitas, que hostigaban sus fronteras, y lograron aliarse con ellos contra los cimerios y los medos. Pero a finales del siglo VII a.C. los escitas se volvieron contra los asirios y «reinaron sobre Asia devastándolo todo, audaces y sanguinarios, durante veintiocho años», como cuenta Heródoto. Posteriormente, algunas tribus escitas aparecen como aliadas del rey de los medos y del de los lidios. Parece que hacia 670 a.C. regresaron a sus asentamientos al norte del Cáucaso después de sus incursiones por Oriente. Este regreso, y una guerra civil entre los escitas y sus esclavos, que habían tomado el poder y sus mujeres en su ausencia, son narrados también por el historiador griego. Siguió a estos episodios una paz más o menos estable durante una generación. 

 

Por esta misma época los escitas entraron en contacto con los colonos griegos instalados en el mar Negro y establecieron intensas relaciones comerciales y culturales con ciudades como Olbia y Panticapea. El influjo helénico se dejó notar en las artes escitas, y la cultura escita influyó también en el imaginario griego: prueba de ello es la figura legendaria de Anacarsis, el príncipe escita que aparece en la literatura griega conversando con el gran legislador ateniense Solón o con el rey Creso de Lidia, y al que se atribuyen dichos e invenciones ingeniosas.

Pero los escitas consagraron su leyenda de irreductibles cuando, en el año 512 a.C., el soberano persa Darío I decidió conquistarlos tras someter a los tracios que ocupaban los Balcanes. Según la tradición, que transmite Heródoto, «Darío quería tomar venganza de los escitas, pues ellos, primeramente, habían invadido el país de los medos triunfando sobre quienes se les oponían y cometiendo grandes desmanes». Pero más bien puede explicarse porque, en su política de consolidar sus fronteras, Darío no podía olvidarse de los peligrosos escitas, que estaban en el recuerdo de los habitantes del Imperio persa. Las costumbres sanguinarias de los escitas reales, la élite guerrera de este pueblo, aterrorizaban a sus enemigos y su barbarie se hizo proverbial en Grecia y en Oriente.  

 

 
Los nómadas escitas eran jinetes invencibles y diestros arqueros que se adornaban con pieles y cabezas humanas como trofeos. Pero no desconocían la refinada estrategia militar: para poner en jaque al grandioso ejército persa, una maquinaria de guerra formidable, utilizaron el hostigamiento de la lucha de guerrillas y el desgaste a sus enemigos. Cuando Darío cruzó el Danubio para marchar contra ellos no podía imaginar lo que iba a suceder. La técnica que usaron para agotar al ejército persa fue la de dejar tierra quemada por medio: «Ir retirándose poco a poco y a la vez cegar los pozos y las fuentes y no dejar forraje en todo el país». El error del Gran Rey fue seguirles al interior de su país, las heladas y yermas estepas que se extendían desde el Danubio hasta el mar de Azov y el Don (o tal vez hasta el Volga), hasta que el hambre y las inclemencias del tiempo le obligaron a desistir de su empeño. 
 

COSTUMBRES GUERRERAS 

El nomadismo era la característica principal de este pueblo. El padre de la medicina griega, Hipócrates, en su tratado Sobre aires, aguas y lugares, describió el modo de vida nómada de los escitas llamados saurómatas. Éstos pasaban la vida a caballo, incluso las mujeres, a las que se amputaba el pecho derecho de niñas para poder luchar con arco y jabalina a caballo.Vivían agrupados en tribus, moviéndose por las estepas en grandes convoyes formados por carros de cuatro a seis ruedas, que eran arrastrados por bueyes

El clima extremo de su país, ventoso, húmedo y frío, y el sol escaso les daban una constitución, según el escrito atribuido al médico griego, grande, carnosa y lampiña. Su dieta era pobre y monótona, a base de carne hervida, leche de yegua y un queso elaborado con ésta. Por todo ello sufrían a menudo de impotencia y esterilidad, que al parecer era la «enfermedad escita» por excelencia. Esto se achacaba principalmente a su modo de vida sedentario, pues siempre marchaban a caballo o en carro y nunca se desplazaban a pie. Especialmente los hombres, en los que faltaba el deseo sexual por cabalgar tan a menudo. Por ello, dice Hipócrates, los escitas son una raza poco prolífica. 

La guerra era, si debemos creer el testimonio de los antiguos, la especialidad de este pueblo nómada, de casas sobre ruedas, recios corceles y sociedad altamente jerarquizada. Cuidaban el aprendizaje de la equitación y de las artes marciales (en especial el tiro con arco; pero también el combate con hacha y el uso del látigo) como base no sólo de su poderío militar, sino también de su forma de vida. Los arqueros escitas eran muy preciados por los persas y los griegos: Atenas usó mercenarios escitas contra los persas durante las guerras médicas. 


 A estas cabezas luego se les arrancaban las cabelleras, tras efectuar una incisión alrededor de las orejas; así podían llevarlas atadas a la montura, a modo de toallas o cobertores. Utilizaban la piel humana arrancada a sus enemigos para todo tipo de usos: la de la mano derecha para cubrir el carcaj, la del tronco para elaborar estandartes, etc. Pero también cuenta Heródoto que usaban los cráneos de los enemigos especialmente odiados, tras vaciarlos convenientemente, para beber; los escitas más pudientes los recubrían con láminas de oro. Según la colección de cabezas y pieles de cada uno se medía su valor en combate y su prestigio social. De hecho, los jefes celebraban un banquete anual para la comunidad en el que no podían participar aquellos que no hubieran matado a nadie. Éstos quedaban apartados de la bebida en común, sufriendo la peor de las humillaciones. 


 

UN FINAL ENIGMÁTICO 

Tras las guerras con Persia en el siglo VIa.C., los escitas tuvieron un reino estable al norte del mar Negro entre los siglos V y IV a.C., con una potente dinastía real fundada por Ariapites, y sus contactos con las ciudades griegas de la costa se hicieron más fluidos. De esta época datan los impresionantes trabajos en oro que dejaron a la posteridad. 

Tan abundantes fueron los contactos con la cultura griega que uno de los reyes escitas, Esciles, hijo de Ariapites, encontró la muerte por ello. Cuenta de nuevo Heródoto que Esciles era instruido en la lengua y la literatura griegas y que, después de ser coronado, encontraba placer en vestirse a la griega y en rendir culto a los misterios dionisíacos. Los escitas, avergonzados de que su rey tomara parte en las orgías de Dioniso, conspiraron contra él, apoyando a su hermano Octamasades para que, aliado con los tracios, decapitara a Esciles y tomara el poder. 

El poderío de los reyes siguientes fue creciendo hasta que chocaron irremediablemente con otra potencia emergente, la Macedonia de Filipo II, padre de Alejandro Magno. Aunque los escitas fueron derrotados en el año 339 a.C., muriendo en combate su rey Ateas, los macedonios no consiguieron someterlos totalmente. Sin embargo, no mucho después de la muerte de Alejandro, en torno al 300 a.C., el reino escita desapareció súbitamente sin dejar rastro. 

 


 

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