Los antiguos babilonios llamaban Nibir al más importante de los vagabundos del cielo, una de aquellas cinco estrellas que noche tras noche, se obstinaba en seguir su propio curso, ignorando a los demás astros que brillaban fijos en la bóveda del firmamento.
Nibir era también el cuerpo celeste más luminoso en la medianoche a excepción, claro está, de la Luna. Tan sólo Venus, en ocasiones, lo superaba, pero solo era visible a la puesta del sol o al amanecer. Nibir, según la época del año, recorría de extremo a extremo todo el firmamento, pudiéndose ver a cualquier hora de la noche.
Nibir viajante y controlador del zodiaco
Hay algo mágico en su lento avance a través de las estrellas, visitando una de las doce constelaciones del zodiaco, exactamente su viaje consiste en estar un año en cada una. Es como si estuviera pasando revista a aquella pequeña franja de figuras estelares que, según los astrólogos, rigen el destino de los hombres.
Hoy conocemos a Nibir por su denominación latina:
Júpiter, el dios de la luz y de los fenómenos celestes, el gran protector del Estado, el mejor y el más poderoso de todos los dioses: el Señor del
Olimpo.
Júpiter era hijo de Saturno y Rea. Roma lo colmó de diferentes atributos; Dios del trueno y del rayo que impedía el triunfo de los ejércitos enemigos. Dios de los trofeos, al que estaba consagrado el gran templo del Capitolio en Roma, al que adoraban junto a Juno y Minerva. Las fiestas en su honor eran constantes, con juegos y torneos a su nombre.
Sacrificios a Júpiter
Los sacrificios tenían un significado especial cuando eran ofrecidos por cónsules recién elegidos, que iban a ocupar sus cargos, por los triunfadores o por los emperadores que acababan de ser nombrados, y en cualquier circunstancia especial y solemne. Se consideraba como un acto de lealtad a Roma el erigir capitolios en las provincias y en los límites del imperio existía una gran devoción a Júpiter.
Representación de Júpiter
La representación más antigua era la estatua del dios, sedente y con larga barba, erigida en el templo del Capitolio por Vulca de Veyes, a requerimiento de Tarquino el antiguo, escultura que fue destruida en el año 82 a.C. En algunas monedas aparece representado de un aspecto juvenil e imberbe o sobre una cuádriga, posteriormente en la época imperial, vemos a un Júpiter conservador cubriendo con su manto al emperador reinante. Pero el Júpiter más conocido es el barbudo, sentando en majestad, como en El Vaticano, el Louvre y en el museo de Nápoles o el Júpiter con un pie enarbolando un rayo, como en los museos del Vaticano, de Dresde, de Florencia o el Louvre.
Júpiter el planeta que sigue fascinando
La simbología romana se ajusta perfectamente, ya que Júpiter es el planeta más grande, el gigante, el dominador de toda la familia planetaria. Su fuerza gravitatoria se deja sentir hasta en la Tierra; sus emisiones de radio, todavía parcialmente inexplicadas, rivalizan con las del propio sol. Y, a su alrededor, como configurando un sistema solar en miniatura, gira un cortejo de trece lunas.
Estudiosos a través de los tiempos
Galileo descubrió los cuatro primeros satélites en 1610, utilizando el recién inventado telescopio. En su libro de notas los bautiza con el nombre de “estrellas mediceas” en honor de la casa Medicis, que por entonces gobernaba Florencia (Italia). Pero al final, Simón Marius, otro astrónomo contemporáneo suyo, opto por asignarles los nombres de Io, Europa, Ganimedes y Calisto, cuatro personajes mitológicos victimas de los caprichos de Júpiter. El quinto satélite de Júpiter tardó tres siglos en ser descubierto. Es un pedazo de roca tan diminuto que ni siquiera posee forma esférica y que gira muy próximo a la mole del planeta. Los ocho restantes son insignificantes y describen órbitas bastante alejadas.